Al final, la elección es diaria. Pisotear para llegar primero puede dar una ventaja corta, pero genera un daño permanente; no obstante, competir bien y construir países, negocios y alianzas con otros, toma más tiempo, pero deja huella y abre caminos para las próximas generaciones, que necesitan el ejemplo de lo que hoy hacemos para dejar un mundo mejor que el que recibimos
Hobbes invita a pensar una situación previa a cualquier autoridad compartida, un escenario hipotético donde nadie puede garantizar la palabra del otro porque no existe un poder común que obligue a cumplir con ello. Las personas son lo bastante parecidas en fuerza y astucia, como para dañarse entre si, si lo consideraran útil; para prevenir ese daño cada quien busca adelantarse, asegurarse recursos y cuidar su reputación como método de cortina de humo. De esa combinación surge lo que Hobbes llamó “guerra de todos contra todos”, no como pelea permanente, sino como disposición constante al conflicto que impide planear, intercambiar con confianza y reconocer propiedad o justicia de forma estable. La vida bajo esa incertidumbre se vuelve insostenible; los proyectos no arrancan, los bienes no se protegen, la energía del ser humano se desgasta en defenderse de otros seres humanos. La salida a esta disyuntiva natural del ser humano, es un pacto por el cual cedemos parte del poder individual a un tercero común, que fija reglas y las hace cumplir, con lo cual existe previsibilidad, cooperación y espacio para el trabajo en común. De allí nace el Estado y la legislación, dato que conviene recordar a quienes creen que el Estado debe desaparecer.
Antes de la firma y del sello, cumplir la palabra dada en señal de pacto, sostenía el comercio y la política; hoy seguimos necesitando lo mismo, aunque haya más tramitología. La confianza nace de la conducta. Cumplir lo prometido reduce riesgos y permite que los acuerdos avancen rápido y a menor costo; cuando no se cumple, la desconfianza obliga a pedir más garantías y pólizas, subir precios, añadir trámites y auditorías, y los proyectos se retrasan. Con el mismo presupuesto se logra menos y quienes más pierden son las personas que esperan esos servicios. Cuidar la palabra es la base práctica de una gestión pública y privada que funcione realmente.
Varios reconocidos filósofos ofrecen herramientas útiles. Aristóteles sostiene que la virtud se aprende practicándola; los hábitos forman carácter y la prudencia orienta cuándo y cómo aplicar una regla, de modo que la vida en común requiere leyes que eduquen y vuelvan previsible el trato. Kant propone una vara más alta, obrar por deber y no solo por conveniencia, actuar conforme a premisas que podamos querer como ley para todos y tratar a cada persona como un fin en sí mismo y nunca como un medio; por eso el atajo que perjudica a otros es inaceptable. Hume, por su parte, nos recuerda que no somos cálculo frío; contamos con sentimientos morales y simpatía, y aprendemos a cooperar mediante convenciones o acuerdos, que reducen la incertidumbre, tales como cumplir promesas, respetar la propiedad y decir la verdad, hasta que la confianza se vuelve un hábito. De estas ideas se sigue algo práctico y aplicable hoy: sabemos competir y también sabemos detenernos cuando las reglas y las personas merecen respeto, en especial sabemos cuándo empieza el derecho ajeno y termina el propio. Esa mezcla de hábitos, deber y sentimientos morales permite una competencia exigente sin pisotear a nadie para alcanzar nuestras metas.
Corrupción y violencia crecen cuando fallan dos cosas al mismo tiempo. Por un lado, el sistema, si los controles son débiles o selectivos. Por otro, el carácter, si normalizamos el atajo. El atajo es el camino fácil, lo elige quien quiere llegar más rápido y primero a la cima y reduce el éxito a “hacer plata”, aunque eso delata falta de capacidad o de creatividad para generar valor desde la profesión, el oficio, el arte o cualquier destreza que exige estudio y disciplina.
Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 de Transparencia Internacional, publicado en febrero de 2025, Ecuador obtuvo 32 puntos sobre 100 y se ubicó en el puesto 121 entre 180 países y territorios evaluados por su nivel percibido de corrupción en el sector público, en una escala donde 0 es altamente corrupto y 100 muy limpio. Queda claro que faltan grandes esfuerzos por darnos un índice de integridad que nos llene de orgullo como ecuatorianos. Por otro lado, la Comisión Nacional Anticorrupción estimó que entre 2007 y 2017 el país perdió aproximadamente 35.695 millones por corrupción, recursos que debieron financiar planes y programas para personas de escasos recursos y grupos de atención prioritaria. Ese dinero desviado nos empobrece a todos y vuelve al Estado menos capaz de responder a quienes más lo necesitan; el mérito bien ganado suma y abre futuro, la corrupción, la falta de integridad y el comportamiento antiético nos restan y nos detienen.
La competencia no es el problema. Lo dañino es competir sin reglas y sin valores. La ética no frena la competencia, la vuelve sana y exigente; nos obliga a mejorar productos, procesos y servicios, a innovar, a cumplir estándares de calidad y a tratar a los demás con respeto. Competir bien es medirse con los mejores y superarse, no es pisotear para ganar. Cuando reglas claras y hábitos de integridad caminan juntos, el país produce más con menos, los proyectos se ejecutan a tiempo, llega inversión y los servicios públicos mejoran.
La objeción dice que “así es la naturaleza humana”; Sin embargo, también lo es la ética que forma parte de nuestra naturaleza. No somos bestias domesticadas a la fuerza; podemos decidir qué parte de nuestra naturaleza alimentar. La sana ambición, orientada por reglas y valores, deja de ser amenaza y se vuelve un motor de prosperidad y productividad. Competir bien no es ser ingenuo, ni poco arriesgado, es una estrategia a largo plazo que cuida el nombre que dejamos a nuestras familias.
Al final, la elección es diaria. Pisotear para llegar primero puede dar una ventaja corta, pero genera un daño permanente; no obstante, competir bien y construir países, negocios y alianzas con otros, toma más tiempo, pero deja huella y abre caminos para las próximas generaciones, que necesitan el ejemplo de lo que hoy hacemos para dejar un mundo mejor que el que recibimos.

María Cristina Kronfle Gómez,
Abogada y activista.