¿Tenemos una juventud perdida o somos un país que perdió a su juventud? La respuesta dependerá de lo que hagamos hoy, con firmeza, responsabilidad y visión. Porque todavía hay tiempo de rescatar lo que no debió perderse nunca: el futuro.
Siempre se ha repetido, desde el siglo XIX, que “la juventud de hoy ya no es como antes”. Era un lamento generacional frente a la rebeldía, los excesos o la falta de disciplina de los jóvenes de cada época. Sin embargo, en el Ecuador actual, esa frase adquiere un sentido mucho más doloroso y urgente. Ya no se trata de adolescentes que toman decisiones apresuradas, que se sumergen en vicios o que viven el ímpetu de la sexualidad sin medir consecuencias. Hoy, nuestra juventud está atrapada en un contexto de violencia, reclutamiento y delincuencia que amenaza con devorarla.
El 80% de nuestra juventud, me atrevo a decirlo, está perdida en medio de mafias, entornos familiares desestructurados y gobiernos que fueron incapaces de prevenir el desastre. Lo que antes eran errores propios de la edad, hoy se convierten en la puerta de entrada para grupos delincuenciales organizados (GDO), que utilizan a menores de edad como carne de cañón. Jóvenes de 16 o 17 años son sicarios, operadores del gatillo, que asesinan bajo órdenes y reciben la “ventaja” de un sistema legal que los trata como inimputables.
Recuerdo que en mi primer período legislativo (2009-2013), propuse que los adolescentes a partir de los 16 años pudieran ser considerados responsables dentro del Código Penal. La respuesta fue inmediata: sectores políticos y sociales se opusieron, argumentando que era un atentado contra el principio del interés superior del niño. Pero, ¿de qué niño hablamos cuando los hechos muestran sicarios adolescentes, entrenados y utilizados por mafias que saben perfectamente que su castigo será menor y su tiempo tras las rejas será reducido? Lo que en su momento se presentó como una defensa de derechos, en la práctica terminó siendo un blindaje de impunidad que hoy cobra factura al país entero.
Este fracaso no es responsabilidad exclusiva de los jóvenes, sino de un país que perdió a su juventud. Perdimos la oportunidad de prevenir, de construir entornos seguros, de invertir en educación de calidad, de crear espacios culturales y deportivos que dieran alternativas a la violencia. Cerramos los ojos mientras las pandillas reclutaban en las esquinas, mientras las drogas circulaban en colegios, mientras la falta de empleo abría la puerta a economías ilícitas. Hoy recogemos las consecuencias de ese abandono o apatía.
La migración juvenil ecuatoriana es la prueba más dolorosa de esta realidad. No estamos viendo una diáspora por sueños profesionales o por querer estudiar en el extranjero. Estamos presenciando un éxodo por inseguridad. Jóvenes que migran no solo porque aspiren a un mejor trabajo, sino porque buscan salvarse de ser cooptados o asesinados por un GDO. Familias que venden todo para enviar a sus hijos fuera del país, con tal de evitar que sean arrastrados por las mafias. Esa es la verdad que duele y que muchos prefieren no mirar.
Nos encontramos ante una encrucijada histórica. Reconocemos la magnitud del problema y actuamos con medidas duras y preventivas a la vez, o condenamos a la siguiente generación a repetir este ciclo de pérdida. Endurecer la ley para adolescentes involucrados en delitos graves no significa negar derechos, significa reconocer la realidad y proteger a la sociedad.
Pero no todo está perdido. El momento de actuar es ahora. Cada segmento de la sociedad tiene una misión clara. Los maestros en sus aulas deben recuperar el rol de guías, no solo de transmisores de contenidos. Los padres, aun en medio de sus dificultades, necesitan comprender que los hijos no requieren sobreprotección, sino dirección firme sobre lo que está bien y lo que está mal desde la infancia. El Estado, por su parte, debe diseñar políticas de prevención y contención adaptadas a los GDO de hoy, que ya no operan con la rusticidad de hace una década, sino con estrategias avanzadas, inteligencia propia y redes internacionales.
El Estado insiste en programas de empleo juvenil, pero esa no puede ser la única respuesta. Ingresar a un joven al mercado laboral sin antes trabajar en su contexto, en su visión de futuro y en su capacidad de romper con entornos contaminados, es abrir la puerta para que los GDO se infiltren incluso en las organizaciones más formales. Antes del empleo debe venir la formación integral: capacitaciones constantes, protocolos de seguridad comunitaria, guías claras de vida y, sobre todo, oportunidades de acción social que transformen la sensibilidad de los jóvenes. Que conozcan realidades distintas, que vean de cerca la lucha de personas con discapacidad o de comunidades vulnerables, que encuentren un punto de conexión con quienes cargan batallas más duras. Solo así dejaremos de producir comodines penales y comenzaremos a forjar ciudadanos libres de la lógica del crimen.
La esperanza radica en entender que la juventud no está condenada si se le ofrece un camino distinto. Con guías sólidas, oportunidades reales y un marco legal coherente que no convierta a los adolescentes en comodines penales de la delincuencia organizada, todavía podemos salvar a las generaciones que vienen. No se trata de protegerlos como si fueran frágiles, sino de mostrarles con claridad las consecuencias de sus actos y darles herramientas para elegir otro rumbo.
La pregunta que nos persigue sigue siendo la misma: ¿tenemos una juventud perdida o somos un país que perdió a su juventud? La respuesta dependerá de lo que hagamos hoy, con firmeza, responsabilidad y visión. Porque todavía hay tiempo de rescatar lo que no debió perderse nunca: el futuro.

María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle
Abogada y Activista
Columnista www.vibramanabi.com