Luc Besson ha realizado, a los 66 años, una película adolescente. Para el público adulto se ve, incluso, algo infantil. No porque sea para niños, sino por la simpleza e ingenuidad de su trama. Uno de esos guiones que se puede ganar el corazón de una persona en su adolescencia pero que a esta altura del partido resulta demasiado básico en sus ideas.
John Riley es un retraído que trabaja como contable en Wellington Finance. Su jefe lo maltrata, sus días son pura rutina y en una jornada en particular todo le sale mal y su mundo parece venirse a pique. El único vínculo real que tiene es con su madre, con quien habla por teléfono seguido. Solitario, ni en una aplicación de citas tiene respuesta positiva, todo cambia cuando en medio de su jornada imposible se ve obligado a tomar el subte y ve, en la otra formación, a una joven de peluca violeta que lo saluda y le escribe su nombre en la ventanilla del vagón: June. John se queda en la estación pero el subte de June se va. Entonces él la busca en redes sociales hasta encontrarla. Ella resultará ser un espíritu libre y pondrá a John en el sendero de dicha libertad, en un derrotero de locura y felicidad que tal vez pueda resultar en su destrucción. Una historia conocida que ha dado muchas grandes películas, en particular comedias.
La película tiene un voluntarismo sin criterio que juega esa carta tan adolescente de vivir con libertad total sin medir las consecuencias. Lo hace con amor, colores, sexo, irresponsabilidad y mucha fantasía. Se entiende el concepto pero la película no tiene sentido más allá de su premisa. Se parece a otros films de Besson que han jugado con ese mismo tono, pero el público ha cambiado. Con un poco más de rigor, esta película hubiera sido un éxito hace treinta años. Los tiempos han cambiado y este mensaje mostrado de esta manera no pega igual. Esa estética no les interesa a los viejos espectadores y al parecer tampoco a los nuevos.

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