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El precio de decir la verdad
Por: María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle
Publicado en 28/10/2025 10:10 • Actualizado 28/10/2025 10:12
PENSAR

 Lo más grave, no es la censura explícita, sino la autocensura que nace del desencanto, cuando el ciudadano siente que todo lo que diga puede volverse en su contra, opta por callar. Esa renuncia a la palabra es una forma de defensa emocional, pero también un síntoma de enfermedad institucional. El miedo deja de ser una emoción y se convierte en política de Estado, cuando hablar resulta más peligroso que callar. Por eso, el silencio no siempre significa indiferencia, a veces significa protección, una estrategia instintiva ante el ruido de un poder que parece no tolerar la opinión distinta. Quien escribe, quien analiza, quien pregunta, no siempre lo hace para desestabilizar, sino para recordar que la autoridad es un mandato temporal y no un privilegio permanente. El poder que confunde el respeto con el miedo, pierde legitimidad, porque una sociedad no puede sostenerse sobre el silencio.

 

Hay momentos en que opinar se vuelve un acto de riesgo, no por lo que uno diga, sino por lo que el poder decida escuchar. En un país donde la inseguridad domina las calles y la incertidumbre domina las instituciones, la ciudadanía aprende a medir las palabras como si fueran armas, a calcular el tono, el tiempo y el silencio. A veces no se trata de miedo a los delincuentes, sino de miedo a ser señalado por decir lo evidente. Ese temor silencioso se ha instalado en las conversaciones cotidianas y en la opinión pública, donde cada frase parece necesitar permiso antes de ser pronunciada.

Lo más grave, no es la censura explícita, sino la autocensura que nace del desencanto, cuando el ciudadano siente que todo lo que diga puede volverse en su contra, opta por callar. Esa renuncia a la palabra es una forma de defensa emocional, pero también un síntoma de enfermedad institucional. El miedo deja de ser una emoción y se convierte en política de Estado, cuando hablar resulta más peligroso que callar.

Michel Foucault, explicaba que el poder no necesita castigar siempre para controlar, basta con que la gente crea que puede ser castigada. Esa sensación difusa de vigilancia, esa sospecha de que todo puede tener un precio, termina moldeando comportamientos más eficazmente que cualquier amenaza. Por eso, el silencio no siempre significa indiferencia, a veces significa protección, una estrategia instintiva ante el ruido de un poder que parece no tolerar la opinión distinta.

En la práctica, este clima de miedo tiene efectos concretos. Hay quien escucha disparos y duda en llamar a la policía, porque teme ser reconocido. Hay quien evita escribir, opinar o corregir lo injusto porque el costo podría ser personal. Es un miedo que atraviesa clases sociales y profesiones, que convierte a la ciudadanía en espectadora de su propio país. La desconfianza hacia las instituciones no surge del rumor, sino de la repetición constante de errores, impunidades y gestos soberbios, que alejan al Estado de su gente.

Sin embargo, también hay que decirlo con serenidad, no todo el que critica es enemigo, ni todo el que disiente es desleal. Un Estado que no soporta la crítica, es un Estado que teme a la verdad. Y la verdad, aunque incómoda, es lo único que puede sostener la confianza colectiva. La política debería agradecer la voz que señala errores, porque esa voz, cuando nace del respeto, es un intento de salvar lo que aún puede rescatarse.

No es resentimiento lo que se expresa en el cansancio ciudadano, es agotamiento de ver que los problemas se repiten con distintos nombres y las soluciones se aplazan con distintos discursos. Se invoca la juventud del poder como excusa, cuando la juventud sin ética ni prudencia solo acelera los errores. Ninguna edad justifica la soberbia, y ningún cargo exonera la responsabilidad de escuchar.

Por eso, la crítica no es una ofensa, es una forma de servicio. Quien escribe, quien analiza, quien pregunta, no siempre lo hace para desestabilizar, sino para recordar que la autoridad es un mandato temporal y no un privilegio permanente. El poder que confunde el respeto con el miedo, pierde legitimidad, porque una sociedad no puede sostenerse sobre el silencio.

Ecuador necesita recuperar la palabra. No la palabra domesticada ni la palabra disfrazada, sino la palabra libre, responsable y firme. El país no se destruye porque alguien opina distinto, se destruye cuando nadie se atreve a opinar. Hablar con respeto no es rebeldía, es ciudadanía. Y cuidar la libertad de expresión no es una concesión, es una obligación moral que protege a todos, incluso a quienes hoy están en el poder.

 

María Cristina Kronfle Gómez - @mckronfle

Abogada y Activista

Columnista www.vibramanabi.com

28/10/2025

 

 

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